Gloria Acosta
Directora de Programas de Gestión de Género
en SAWAY
En el siglo XVI, las “tapadas limeñas” sorprendieron al mundo con la supuesta libertad que les daba estar cubiertas por completo, característica que las hacía anónimas. En una época de restricciones, resultaban todo un símbolo de la capital peruana, el mismo que, según los historiadores, gozaba de una libertad idílica, mayor al que tenían las mujeres de otras latitudes; y es que salir sin ser reconocidas les permitía ir a lugares o reunirse con personas que de otra forma habría sido imposible, es decir, ir tapadas ponía a salvo su identidad.
Nuestro centro histórico luce hoy a “las tapadas” como ícono libertario, pero… repensemos ahora en la libertad actual de las mujeres. ¿Tenemos que vivir “tapadas” ante los ojos del mundo para poder hacer y decir lo que queramos? Difícil situación, sin duda, para reflexionar cuántas se consideran aún “tapadas” para no mostrar su verdadero brillo, su real saber ser y hacer. Y ni siquiera nos referimos al hecho mismo de la lactancia materna, sino al estar segregadas a trabajo no equitativo, no paritario en su pago, con actividades domésticas “normalizadas” dentro del trabajo, más aún en la pandemia. O, peor aún, qué tan “tapadas” debemos estar para evitar una denuncia contra hostigamiento sexual ante jerarquías laborales para mantener incólume una reputación laboral.
En el marco de esta pandemia, de los 12 millones de mujeres en edad de trabajar en el país, solo el 61 % está ocupada laboralmente. En tanto, esta proporción es de 78 % en el caso de los hombres. Ahora bien, reconocemos que la informalidad afecta a la población, ya que solo el 39,6 % de mujeres cuenta con empleo asalariado, frente al 51,7% de los hombres. Además, el 15,3 % de las mujeres tiene un trabajo familiar no remunerado, y el 4,9 % es trabajadora del hogar formal (Informe de El Comercio – IPE).
Durante estos dos últimos años, se hizo más visible el gran impacto en esta brecha, el mismo que permanece perenne en pie de una lucha histórica, generando pérdidas desmedidas, no solo porque estas no pueden medirse −impidiendo generar estadística en lo que no se mide, parece y permanece inexistente−, sino que, a su vez, generan incremento de riesgos a otras violencias latentes.
Ahora bien, tengamos en cuenta que el rango de edad de los casos de violencia económica hacia mujeres es mayormente entre 30 a 59 años, lo cual nos lleva a la normalización del multitasking, o efecto pulpo, en casa, evitando la corresponsabilidad en el trabajo del hogar para los miembros del mismo.
Con respecto a las horas de trabajo en casa, durante la pandemia actual, la responsabilidad del cuidado de personas enfermas ha recaído sobre todo en mujeres. Esto corresponde a patrones culturales patriarcales, los cuales asignan estos roles a las mujeres, así como el cuidado de menores, personas adultas mayores y demás tareas domésticas, con lo que se genera un fuerte impacto en exclusión relativa −e incluso absoluta− del mercado laboral.
Estas cifras que contextualizamos no deberían quedar únicamente siendo parte de una estadística, sino que nos dan pie a reflexionar sobre “sacarnos ese manto que nos oculta”, para mostrarnos realmente libres, para empoderarnos, dejar de ser las “tapadas” y empezar a ser más visibles que nunca.
Desde Saway, proponemos trabajar en conjunto para evitar retrocesos en materia de género, por un acceso financiero, por más educación que permita el desarrollo de más mujeres y, de esta manera, en un futuro próximo, reducir esas desigualdades con las que nos toca luchar en el día a día.