Por Stakeholders

Lectura de:

Fabiola Muñoz Dodero
Ex Ministra del Ambiente

Desde hace años, vemos un esfuerzo de diversas empresas del sector privado, por buscar ser reconocidas en sus prácticas ambientales y sociales.

Algunas han obtenido el Certificado Azul emitido por la Autoridad Nacional del Agua (ANA), otras buscan alcanzar las estrellas de la Huella de Carbono Perú, otorgadas por el Ministerio del Ambiente (MINAM) y algunas van aún más allá y se interesan por ser empresas del Sistema B.

La organización Perú Sostenible partió de una genuina preocupación de empresas del sector privado por incrementar su responsabilidad social y, a través de un proceso de madurez institucional, se transformó en el camino hacia el fomento de la sostenibilidad, promoviendo que las empresas alcancen el distintivo de Empresa Socialmente Responsable (ESR) que ellos otorgan.

No dudemos del genuino esfuerzo de empresas que hacen las cosas bien. Seguramente, ni en sus peores pesadillas las empresas quisieran tener una experiencia como la del derrame de petróleo en el mar de Ventanilla. No solo por el impacto ambiental que un derrame de petróleo genera en sí mismo, sino especialmente por la forma como la empresa y también hay que decirlo, el Estado, procedió en este caso. Y por supuesto, por la afectación de las miles de familias involucradas.

Repsol es una empresa formal, que cuenta con todos sus instrumentos de gestión ambiental y que tiene -por lo menos en el papel- altos estándares ambientales y de seguridad para el manejo de una actividad de riesgo como la que conducen. Seguramente tienen estos estándares para su actividad cotidiana, pero no nos han demostrado que los tengan para las contingencias.

Desde el primer momento me he preguntado ¿Qué hace que una empresa del tamaño de Repsol proceda como lo hizo? ¿Qué falló? Es probable que nunca encuentre una respuesta completamente satisfactoria, pero con la información con la que cuento intentaré esbozar una.

Repsol cumple con el papel y aparentemente con la gestión del día a día, pero lo que falló aquí fue la capacidad de hacer frente a aquel supuesto que puede pasar uno en mil, o diez mil o cien mil días de operación, pero que es posible.

Prepararse para hacer frente a una contingencia no es fácil, requiere que los Estudios de Impacto Ambiental, los Planes de Contingencia y, en general, la empresa tenga un enfoque de prevención, con un liderazgo comprometido con la sostenibilidad y visible al interno de la organización.

Lo primero que falló en el caso de Repsol es que aun teniendo un Plan de Contingencia formalmente aprobado, su elaboración parece responder a un modelo casi estandarizado para atender, entre otros temas, derrames, pero sin considerar las circunstancias locales, la logística necesaria y lo que requiere una respuesta rápida. Parece ser que nunca se hubieran realizado simulacros “reales” para atender situaciones de emergencia, nunca se habían puesto a pensar en que una situación así les podía pasar. La prevención de la atención falló.

El liderazgo de la empresa tampoco respondió a la altura de las circunstancias. No se dimensionó rápidamente el tamaño del derrame, ni se asumió responsabilidad y aún falta transparencia en la actuación. El temor a la sanción se activó más rápido que la capacidad de acción. La empresa nunca se puso en el supuesto de que un volumen así podría derramarse, seguramente pensó: a mí nunca me pasará.

En los temas ambientales el sentido de urgencia es vital. Mientras más tiempo pase la contaminación será mayor y los impactos se incrementan en forma geométrica, por eso la primera respuesta es clave. Aprendamos la lección.







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