José M. Sainz-Maza del Olmo
Redactor especializado en Sostenibilidad
Las dos últimas crisis globales con efectos profundos para las economías desarrolladas, una de carácter sanitario (la de la COVID-19) y otra político-militar (la guerra entre Rusia y Ucrania), están suponiendo grandes niveles de estrés para el comercio mundial. Al mismo tiempo, están encendiendo el debate de la disponibilidad de recursos, que ya en años anteriores habría cobrado una notable relevancia en círculos políticos, económicos y filosóficos. Muchos artículos que hoy podemos encontrar en todo tipo de publicaciones, de las más especializadas a aquellas dirigidas a un público más general, recurren a conceptos como el “decrecimiento” o, al menos, a la gestión responsable de los recursos materiales finitos de que disponemos, recordando a menudo a ciertas ideas del Club de Roma.
Pero ¿qué significa gestionar los recursos de forma responsable? ¿Y qué podemos hacer nosotros como ciudadanos de a pie? Dejando de lado cuestiones políticas de mayor calado y cambios en el modelo de producción que, aunque propuestos como totalmente necesarios para evitar la crisis climática, no parecen llegar nunca, hay ciertas acciones que podemos acometer desde nuestro rol de consumidores. Se trata tan solo de reducir nuestro impacto medioambiental personal. En esencia, de comprar menos cosas y procurar que las que compramos nos duren más tiempo, reduciendo de este modo nuestra necesidad de continuar adquiriendo de forma constante bienes cuya producción y distribución implica, en muchos casos, un importante gasto energético.
Los motivos para hacer esto son varios, y cada cual puede buscar el enfoque que más le convenga, desde el que se deriva del individualismo más exacerbado hasta el que procede de la conciencia social más profunda. Yendo de lo personal a lo global, la primera razón para dejar atrás el consumismo es la salud. Si abandonamos el alto consumo de carne procedente de macrogranjas y pasamos en su lugar a comprar menores cantidades de carne, pero asegurándonos de que esta sea ecológica, nuestro cuerpo lo agradecerá a largo plazo. Las dietas hipercalóricas y que incluyen altísimos porcentajes de productos de origen animal están ligadas al desarrollo de enfermedades cardiovasculares y renales, así como de ciertos tipos de cáncer.
El segundo motivo es que atañe directamente a aquellos con quienes compartimos el espacio, tanto humanos (agricultores, ganaderos, pescadores…) como animales. Es difícil pasar por alto el trato terrible que se da a muchos animales en las numerosas explotaciones ganaderas y avícolas que son necesarias para sostener los hábitos alimentarios de buena parte de la población, o las atrocidades cometidas a diario en las granjas peleteras que surten de materia prima a la industria de las prendas de piel animal. En cuanto al impacto directo en las comunidades humanas, el consumo desenfrenado se halla detrás de muchos casos de explotación y precariedad en el ámbito laboral. Algunos de ellos son muy conocidos, como el de las deplorables condiciones de trabajo de los trabajadores de la industria textil en Bangladés, China o Camboya, pero esta tragedia abarca industrias muy diversas y la mayoría de las regiones del mundo.
Por último, cambiar nuestros hábitos de consumo es una forma de aportar nuestro granito de arena a la mitigación del cambio climático. Si bien este no es un asunto que esté por completo en nuestras manos, podemos contribuir de forma individual adquiriendo productos locales, comprando solamente aquello que necesitamos de verdad y preocupándonos más de buscar el origen y el modo en que se ha elaborado aquello que consumimos. Esto puede repercutir en un menor gasto energético asociado a cada acto de consumo y en un impacto medioambiental más moderado. Vivir mejor y de forma más responsable nos beneficia a todos.
Cambiar nuestros hábitos de consumo es una forma de aportar nuestro granito de arena a la mitigación del cambio climático.