Vivimos tiempos difíciles en los cuales debemos definir en quién poner nuestra confianza. Quién va a solucionar nuestros problemas. ¿Los Gobiernos, que tanto nos cuesta mantener y que han generado muchos de estos mismos problemas? ¿O quizás nosotros mismos? Esto último puede sonar revolucionario en una época en la que el Estado se mete en todos los aspectos de nuestra vida, desde la educación de nuestros hijos hasta los pronombres que usamos. Sin embargo, no es nada nuevo. Tomemos como ejemplo la heroica historia de Jeanne de Clisson que vivió de 1300 a 1359.
Nació en cuna noble, parte de una familia francesa con extensas tierras e influencia política. Heredó el título de su padre cuando aun era una niña. La casaron a los doce años de edad con un noble bretón, con quien tuvo dos hijos. El primero llegó a ser barón, pero moriría en batalla a los 33 años de edad. La segunda eventualmente heredaría ese título, convirtiéndose en baronesa. Este primer esposo falleció en 1326.
En 1328 Jeanne se casó por segunda vez con un duque. Se cree que lo hizo para proteger a sus dos hijos cuando aún eran menores de edad. Este matrimonio duró poco. Tramas políticas motivaron que fuera anulado por el Papa Juan XXII. En 1330 Jeanne se casó con Olivier IV de Clisson, un bretón de muchos recursos. Los activos de ambos combinados los convertían en un matrimonio bastante poderoso. Juntos tendrían cinco hijos. En 1343 Olivier fue arrestado como consecuencia de una correspondencia que había mantenido con algunos nobles para convencerlos de apoyar cierta causa. Jeanne trató de liberarlo, por lo que fue acusada de rebelión, desobediencia y excesos contra el rey de Francia. Sin embargo, no pudieron arrestarla, pues huyó a tiempo. En su ausencia la declararon culpable. En agosto de ese año Oliver fue ejecutado públicamente.
«Vivimos tiempos difíciles en los cuales debemos definir en quién poner nuestra confianza».
Si bien Jeanne evitó ser capturada, sus propiedades fueron confiscadas. Esto implicaba extensas superficies de tierra y riquezas, de lo cual muy probablemente se trataba todo. Jeanne calificó todo esto, incluyendo la ejecución de su marido, como un acto de cobardía y juró vengarse del rey y de los nobles involucrados. Hizo entonces algo que nadie esperaba.
Vendió tierras que le quedaban y juntó 400 hombres que le eran leales aún. Se dedicó entonces a atacar las fuerzas francesas que ocupaban Bretoña. Como parte de esta embestida masacró a toda la guarnición en el castillo de Touffou. Se dirigió luego a la costa y convirtió tres barcos mercantes en embarcaciones de guerra, las pintó de negro y tiñó sus velas de rojo. Se dice que el rey inglés y otros simpatizantes la apoyaron a partir de este momento.
Evitó atacar barcos equipados para la guerra y buscó barcos franceses comerciantes. Mataba tripulaciones enteras, dejando siempre unos cuantos sobrevivientes para que comunicaran al rey de Francia lo que había sucedido. Jeanne comenzó a ser llamada la Leona de Bretoña.
En algún punto después de 1350 se casó por cuarta vez con Walter Bentley, uno de los oficiales ingleses involucrados en la campaña. Un oficial bastante exitoso, de hecho. En reconocimiento por su labor, en 1352 fue premiado por la corona inglesa con castillos y tierras en territorio arrebatado a los franceses.
Para sus últimos días, Jeanne se instaló en el Castillo de Hennebont en la costa de Bretoña. Walter murió en diciembre de 1359. Jeanne murió unas semanas después. Símbolo de una lideresa que no se dejó maltratar por los dirigentes de su país y decidió que el Estado no sería parte del circuito del que ella participaba. Comenzó siendo una noble, para ser luego un caudillo militar y finalmente una pirata a la que todos temían, sin dejar de ser madre y esposa, porque ella así lo quiso.