Omar Narrea
Profesor de la Escuela de Gestión Pública de la Universidad del Pacífico
Uno de los desenlaces más notorios que deja la pandemia es el fin de la medición del éxito peruano en base a indicadores macro. El famoso crecimiento macro ya no se entiende si, en el argot peruano, genera bonanza, pero “no se come”. Como consecuencia no será poco probable que pronto una cartera de inversión minera de U$56 mil millones o el peso de las exportaciones mineras sobre el PBI sean vistas muy alejadas de mejoras sociales o del bienestar.
Más allá del tema comunicacional existen elementos para indicar que el desarrollo traído por varios sectores económicos ha sido incompleto. En la gran o la pequeña minería esta brecha se manifiesta claramente cuando
uno observa que en Madre de Dios el trabajo es altamente precario o hay pocas regiones con gran minería donde las empresas locales cuentan con la productividad para ser proveedoras directas de esta industria. Si asumimos que esto es una tarea pendiente podríamos identificar al menos dos causas de la promesa incompleta de los números macro para el sector minero.
Primeramente, existe un tema de gobernanza de los servicios públicos. Los grandes proyectos son promovidos
y regulados por las instituciones centrales con lo cual los instrumentos se centran en dar permisos o en regular las fases de explotación. En tanto los gobiernos locales y regionales no tienen las competencias de estas funciones, ante una externalidad negativa sobre la comunidad aparecen solo como mesas de partes o canales de presión a las sedes centrales. Igualmente, si hubiera oportunidades de infraestructura originadas por la inversión minera que puedan ser aprovechadas localmente, las autoridades del territorio no cuentan con la función para agilizar trámites que puedan facilitar estas obras.
Así, existen dos niveles operando en el territorio frente a lo cual cada involucrado establece sus propios canales sujeto a sus recursos y competencias. En la práctica, las comunidades con sus representantes establecen una agenda con la empresa minera principalmente en torno a proyectos. Los gobiernos locales y regionales se convierten en quienes ejecutan las infraestructuras provenientes del canon, pero debido a sus limitadas competencias, estas inversiones no compensan todas las externalidades generadas por las grandes inversiones. Finalmente, el Estado central aparece en su rol de otorgar permisos y solo retornan ante el surgimiento de conflictos cuando tenga que asumir algún compromiso. De esta forma, los canales pueden avanzar en paralelo perdiendo las sinergias que podrían generar los actores.
El segundo lugar se relaciona a la falta de un rol explícito que se le da a la minería en los planes de desarrollo concertados regionales o locales. Ante este vacío, los objetivos estratégicos que guían el largo plazo en un territorio ignoran las externalidades negativas o los potenciales que trae la gran minería sobre las dimensiones
sociales, económicas y ambientales. Como resultado se desaprovechan oportunidades de realizar grandes proyectos de impacto regional con los recursos mineros. Inclusive, se desaprovecha los nuevos servicios e infraestructuras que surgen en el territorio para atender al proyecto minero y que luego podrían servir para desarrollar nuevos sectores económicos fuera de los recursos naturales.
Hemos querido resaltar lo que no se puede ver desde los grandes números. Con ello se puede ver que una tarea
pendiente es que la minería ofrezca un aporte a la visión de desarrollo territorial. Esta tarea no recae solamente
en las empresas mineras, sino que exige un liderazgo del estado central para alinear los roles que deben seguir los involucrados con énfasis a dotar de funciones a los gobiernos locales y regionales para mitigar las externalidades y encontrar atajos para aprovechar las potencialidades.