La última cumbre del clima en Brasil dejó sensaciones mixtas en los mercados. Muchos esperaban dos cosas muy concretas: reglas completas para los mercados internacionales de carbono y montos claros de financiamiento climático. Eso aún no quedó totalmente definido, y es normal que algunos analistas sientan que falta “letra fina”. Pero si solo nos quedamos en esa lectura, perdemos de vista lo más importante para el Perú: el mundo ya se está moviendo hacia una nueva economía verde y tecnológica… y nuestro país tiene condiciones excepcionales para ser protagonista de esa transición.
Por primera vez en mucho tiempo, lo que el planeta necesita coincide con lo que el Perú mejor puede ofrecer: bosques, Amazonía, biodiversidad y un sistema económico que ya entiende de riesgos, retornos y largo plazo. La Amazonía peruana, históricamente tratada como problema, frontera conflictiva o simple reserva lejana, puede convertirse en la base de una nueva industria que combine naturaleza, tecnología y capital. No hablamos de discurso idealista, sino de una oportunidad real de crecimiento: nuevos flujos de inversión, empleo formal en regiones, mayor recaudación y un reposicionamiento del país en el mapa económico mundial.
En esta COP no se aprobó una meta obligatoria para salir de los combustibles fósiles, pero sí se mantuvo el foco en reducir emisiones. Y ahí aparece la gran palanca para países como el Perú: los bosques. Evitar la deforestación y acelerar la reforestación son hoy una de las formas más eficientes de reducir y capturar CO₂. Por eso, los proyectos vinculados a conservación, manejo forestal y restauración de ecosistemas están ganando cada vez más atención de inversionistas, bancos de desarrollo y fondos especializados. El mensaje es simple: los bosques ya no son solo algo que hay que proteger “por conciencia”, sino activos climáticos que el mundo necesita para cumplir sus metas.
En ese escenario, el Artículo 6 del Acuerdo de París es la pieza que terminará de ordenar el tablero. En términos sencillos: cuando un país o un proyecto reduce emisiones o captura carbono de forma real y comprobable, puede generar un crédito de carbono; otro país o empresa, que tiene metas climáticas que cumplir, puede comprar ese crédito para compensar parte de sus emisiones. Durante años, el debate se centró en si estos créditos eran confiables o si existía el riesgo de que la misma reducción se contara dos veces. Hoy, los estándares internacionales más serios ya han avanzado mucho en reducir estos riesgos. En el mercado voluntario, por ejemplo, certificadoras como Verra exigen metodologías conservadoras, monitoreo independiente, registros públicos y reglas explícitas para evitar la doble contabilidad. La discusión central ya no es si se puede confiar en los proyectos, sino cómo integrarlos al sistema oficial de cada país y a los mercados regulados que operarán bajo el Artículo 6. Para el Perú, eso se traduce en tareas muy concretas: construir una línea base nacional de carbono sólida, fortalecer los sistemas de medición y monitoreo, y asegurar que los proyectos privados se alineen con las metas climáticas del Estado.
Al mismo tiempo, el financiamiento climático está tomando forma como una gran tubería global de recursos. Fondos públicos, bancos multilaterales, fondos soberanos e inversionistas institucionales están buscando proyectos verdes que combinen impacto medible, buena gobernanza y posibilidad de crecer. En este contexto surge, por ejemplo, el Tropical Forests Forever Facility (TFFF), un vehículo diseñado para movilizar montos muy significativos hacia los bosques tropicales de la Amazonía, el Congo y otras regiones. Más allá de la cifra exacta, el mensaje para un lector financiero es claro: hay capital disponible y creciente para proyectos serios en bosques; la cuestión es quién llega preparado a capturarlo.
En este camino, el acuerdo que el Perú ha suscrito con Singapur bajo el Artículo 6.2 es una señal muy potente. Ese acuerdo permite que reducciones de emisiones generadas en nuestro país puedan venderse a un mercado regulado, con metas obligatorias y capacidad de compra. En términos financieros, es como haber asegurado acceso a un nuevo mercado de exportación, pero en lugar de cobre o harina de pescado, exportamos reducciones de emisiones certificadas. Este tipo de convenios no debe verse como un hecho aislado, sino como el primer paso de lo que debería ser una política de Estado: identificar nuevos países compradores, negociar más acuerdos bilaterales y construir una cartera creciente de proyectos climáticos peruanos que puedan colocarse en esos mercados.
En paralelo, cobran fuerza esquemas como REDD+ y, sobre todo, sus versiones jurisdiccionales (J-REDD+). A diferencia de los proyectos aislados, estos mecanismos trabajan a nivel de regiones o países completos: se mide cuánta deforestación se ha evitado y cuánto carbono se ha dejado de emitir o se ha capturado en todo un territorio, y sobre esa base se generan créditos de carbono. Para el Perú, país amazónico, este enfoque es especialmente relevante. Permite alinear a gobiernos regionales, comunidades, empresas y capital internacional bajo un mismo marco, y transformar la protección de los bosques en flujos de ingresos recurrentes y formales. Dejar de deforestar deja de ser solo un costo político y social, y se convierte en un modelo de negocio climático sostenible.
Sobre esta base puede despegar una industria prácticamente nueva para el país: la de NatureTech. Se trata de empresas que combinan capital natural (bosques, suelos, cuencas) con tecnología avanzada (satélites, drones, sensores, inteligencia artificial, plataformas de datos) y estructuras financieras modernas. Su negocio es diseñar, monitorear y gestionar proyectos de reforestación, conservación y soluciones basadas en la naturaleza de forma que su impacto climático sea medible, verificable y financiable. No es solo “sembrar árboles”, es construir un activo con información robusta, trazabilidad y flujos de ingresos asociados a créditos de carbono, productos forestales sostenibles o servicios ambientales.
Para un país como el Perú, esta industria puede marcar la diferencia. En lugar de depender solo de actividades extractivas tradicionales, podríamos sumar una cadena productiva que genere empleo formal en la Amazonía y otras regiones, que atraiga capital de largo plazo y que aumente la recaudación a partir de actividades sostenibles. Además, abre la puerta a algo que hasta ahora parecía lejano: que desde nuestra Amazonía surjan “unicornios verdes”, empresas tecnológicas y climáticas capaces de operar a escala regional y global y de posicionar al país como referente en soluciones climáticas basadas en la naturaleza.
Pero aquí es donde debemos ser enfáticos y realistas: nada de esto va a ocurrir por inercia. Hoy, la Amazonía peruana convive con narrativas y prácticas que van en sentido opuesto: minería ilegal, tala ilegal y economías criminales que destruyen el bosque, no tributan, no generan desarrollo sostenible y, además, erosionan la institucionalidad del Estado. Esa no es “economía popular”: es destrucción de patrimonio natural y una hipoteca contra el futuro del país. Si no ordenamos el territorio y no defendemos la Amazonía como activo estratégico, la nueva industria verde nunca despegará o lo hará de manera marginal.
Por eso, lo que está en juego ya no es solo un conjunto de proyectos o un nuevo nicho de inversión, sino parte de la agenda nacional de desarrollo. El Perú necesita asumir, al más alto nivel, que la Amazonía y sus servicios ambientales son un pilar de su estrategia económica y geopolítica en el siglo XXI. Esto implica, como mínimo, tres compromisos claros:
- Definir una línea base nacional de carbono seria y transparente, que sea referencia única para el país.
- Fortalecer a las entidades públicas responsables con capacidades técnicas, tecnológicas y de fiscalización para combatir la ilegalidad y acompañar el desarrollo de proyectos formales.
- Asumir como política de Estado la búsqueda activa de nuevos convenios bilaterales como el acuerdo con Singapur, de manera que los créditos de carbono y los servicios ambientales peruanos tengan cada vez más destinos y demanda asegurada en los mercados internacionales.
Un Estado que lidera significa, en este contexto, dos cosas a la vez: controlar con firmeza las actividades que destruyen la Amazonía e impulsar con decisión las que la ponen en valor de manera sostenible. Defender la Amazonía ya no es solo un tema ambiental o moral; es una decisión económica y estratégica. En un mundo que compite por activos verdes, quien pierda sus bosques perderá también su capacidad de negociar, atraer capital y posicionarse en la nueva economía climática.
La COP en Brasil no resolvió todos los detalles que esperaba el mercado, pero dejó un mensaje que el Perú no debería ignorar: los países que logren transformar su capital natural en una plataforma tecnológica y financiera serán actores clave de la economía del siglo XXI. El Perú tiene Amazonía, tiene empresas especializadas en sostenibilidad con experiencia comprobada internacionalmente, tiene talento y tiene ubicación estratégica. Lo que falta no es potencial, sino liderazgo y decisión colectiva. Pensar en grande, hoy, es entender que nuestros bosques no son solo paisaje ni solo riesgo, sino la base de una nueva industria verde y tecnológica capaz de impulsar el desarrollo nacional, proteger la Amazonía y darle un nuevo sentido a la palabra “progreso” en clave peruana.









