Por: Lic. Patricia Andrade Bambarén
Vice- Presidente académica de la Sociedad Peruana de Síndrome Down
La visión de la discapacidad, como la de género, raza, cultura y otros aspectos de nuestra diversidad humana, ha ido evolucionando hacia un escenario en el cual vamos comprendiendo que, a pesar de nuestras diferencias,hay puntos en común. El talento es uno de ellos.
El ámbito laboral no ha sido ajeno a esta evolución. Actualmente se trabaja desde un enfoque de “gestión de la diversidad”,que busca cómo incorporar estas diferencias y darles valor, sin dejar de lado la noción de productividad. Sin embargo, de todos los grupos diversos que se pueden encontrar en el espacio laboral, las personas con discapacidad ha sido el más difícil grupo para vincularlos al talento, porque la sociedad nos ha impuesto en el imaginario colectivo una asociación negativa: minusvalía es igual a menos valor; discapacidad, no capacidad; o el eufemismo de “habilidades diferentes”, que parecieran ser poco útiles para el trabajo.
La discapacidad (congénita, o adquirida con posterioridad) ha sido históricamente planteada como un problema de la persona. Esta debía tratar de “rehabilitarse” para encajar en la sociedad; una que sea asistencialista, que siente que cumple donando dinero una vez al año para la rehabilitación del individuo, cuando lo que hace falta son oportunidades sostenibles de inclusión.
Hace tan sólo una década,la Organización de Naciones Unidas incorporó el “modelo social de la discapacidad”; un enfoque coherente con el respeto a los derechos humanos que refuerza la noción que toda persona merece, sobre el tener las mismas oportunidades y ser incluida plenamente. Nace de allí la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, que es el marco normativo que ha dado lugar a la regulación de cuotas laborales. Este modelo plantea que la discapacidad es el resultante de la interacción entre la limitación de la persona y las barreras del entorno social, las cuales incrementan la limitación funcional. Dichas barreras pueden ser físicas o actitudinales.Un ejemplo práctico para comprender una barrera física es el de una persona con una limitación motora, usuaria de silla de ruedas, que no puede desplazarse a cumplir sus funciones porque en su entorno solo existen gradas, escaleras y espacios que no facilitan su desplazamiento;mientras que una barrera actitudinal sería,por ejemplo, el prejuicio de considerar, a priori, la falta de talento y capacidad productiva de la persona con discapacidad.
En este contexto y con un prejuicio de por medio, las empresas se han visto enfrentadas a un escenario no previsto: la contratación de personas con discapacidad que, como ya se ha explicado, aparentemente no podrían aportar mucho.
No se trata de un asunto de altruismo, ni de responsabilidad social asociada a la acción de la empresa para impactar positivamente sobre un grupo poco favorecido. Tampoco de asumir una cuota laboral como una imposición externa. Se trata de un asunto de mutua ganancia, en el que cada persona tiene potencialmente un talento a desplegar, y el reto será abrir las oportunidades para aprovecharlo, considerando además las ventajas asociadas de tener un entorno laboral más tolerante y respetuoso de la diversidad.
Ciertamente, hará falta también un Estado más comprometido con el acceso a una educación inclusiva de calidad, con capacitación para el trabajo y el emprendedurismo, y un transporte realmente accesible, donde las iniciativas privadas de inclusión laboral encuentren un escenario más propicio.