El pensamiento ilustrado hizo suyo el ideal del gobierno de las leyes, cuyo corolario es el Estado de derecho. Este elevó dos pretensiones. Una, someter el poder al derecho. Otra, ponernos a todos debajo de la ley. Así, se limitaba el poder y se ordenaba la libertad. Su presupuesto central es que el Estado garantice que, si se cumplen sus condiciones de aplicación, la consecuencia jurídica prevista en la ley sobrevenderá de todas maneras y, de no ser así, será impuesta por la fuerza y hasta contra la voluntad del renuente.
Resulta, entonces, que el Estado de derecho no es una teoría para abogados, sino la garantía de que la justicia será que todos recibamos lo que la ley manda en cada situación concreta. Por ello, cuando las instituciones se desgastan entre escándalos y desconfianzas, la defensa de la legalidad es un acto revolucionario. Es claro que la proliferación de discursos anticorrupción no tendrá ningún efecto si no restauramos la fuerza de la ley, lo que es imposible sin un sistema de justicia siquiera verosímil.
«Mientras el país se pregunta cómo recuperar la confianza, la estabilidad y la prosperidad, se debe señalar que la respuesta es más que obvia: reinstalar el Estado de derecho».
Las naciones desarrolladas se sostienen en la confianza de que sus reglas se cumplen. No ignoran que, cuando la ley se respeta, la inversión florece, la ciudadanía crece y la democracia se consolida. Pero si la norma es letra muerta o promesa vacía y el poder sinónimo de abuso, la justicia se evapora y con ella la idea misma de país.
El Perú viene pagando muy caro ignorar esto. Nos estamos acostumbrando a convivir con el delito como si fuera una fatalidad inevitable, un costo cultural que pagamos para no salir de nuestra zona de confort. Esa normalización de la anomia debe ser combatida. No habrá modelo económico ni reforma institucional exitosos sin aceptar que las reglas valen para todos, particularmente para quienes las dictan.
Los líderes en los sectores público y privado deben entender que la seguridad jurídica es el verdadero motor del desarrollo. Sin ella la inversión se torna juego de azar y se desvanece la confianza. Para vencer al delito no basta con un nuevo código penal, hace falta la voluntad de rendir cuentas, el sometimiento del poder al derecho y la conciencia de que la ética no adorna al liderazgo, sino que le da esencia.
En el marco de la CADE Ejecutivos 2025, mientras el país se pregunta cómo recuperar la confianza, la estabilidad y la prosperidad, se debe señalar que la respuesta es más que obvia: reinstalar el Estado de derecho. Nuestro futuro no debe depender del mesías de turno, sino de aceptar ponernos todos debajo de la ley. Porque solo donde las promesas de la ley se cumplen para todos por igual, la libertad deja de ser vana ilusión y el progreso se hace realidad.









