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   El 30 de enero se vence el plazo para que los países estampen su firma formal al Acuerdo de Copenhague, el compromiso elaborado a último minuto…

  
El 30 de enero se vence el plazo para que los países estampen su firma formal al Acuerdo de Copenhague, el compromiso elaborado a último minuto para sellar la 15º Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático y salvarla del aparente naufragio.
Si bien esta Conferencia de Naciones Unidas ha marcado hitos por el número de países representados (192), el número de jefes de Estado presentes (119), una de las mayores movilizaciones ciudadanas de la historia del movimiento ambientalista (se estima unas 45,000 personas registradas formalmente, incluyendo un Forum Climático de Niños organizado por UNICEF que agrupó 160 chicos de 44 países) y una cobertura mediática global sin precedentes, los logros en términos de compromisos concretos para salvar el planeta de los vaticinados descalabros del clima han sido bastante magros, a juicio de la mayoría.

UN ACUERDO PARA SALIR DEL PASO…
Y es que las expectativas para una actualización más ambiciosa de los compromisos del Protocolo de Kyoto eran muy grandes. Además de techos máximos “deseables” de calentamiento, se esperaban metas concretas de reducción de emisiones de carbono tanto para los países desarrollados ya comprometidos por Kyoto (los del “Anexo 1” del Protocolo), como para las economías emergentes (China, India, Brasil, esencialmente) que se han convertido en los nuevos contaminadores de la atmósfera. También mecanismos financieros concretos para ayudar a los países en desarrollo a enfrentar la adaptación; arreglos claros para la transferencia de nuevas tecnologías bajas en carbono; la actualización del Mecanismo de Desarrollo Limpio; nuevas herramientas y reglas para atacar los problemas de deforestación y compensar la deforestación evitada (REDD), entre otros.

El Acuerdo de Copenhague no incluye precisiones sobre estos aspectos. Es, esencialmente, un acuerdo voluntario que insta a los países desarrollados a establecer sus propias metas de reducción de emisiones y a los países en desarrollo a preparar Planes Nacionales de Mitigación. Además, moviliza recursos financieros -aunque aún muy insuficientes- para los costosos procesos de mitigación y adaptación.

El Acuerdo también prorroga el mandato de los dos grupos de trabajo hasta la COP16 de México y probablemente hasta el 2012, cuando expira el Protocolo de Kyoto, pateando la pelota hacia delante y salvando así el proceso de negociación. Por estas razones, y por su naturaleza de pacto político jurídicamente no vinculante, se ha etiquetado como un fracaso.

Pero esta etiqueta se considera injusta por quienes ven el encuentro de Copenhague como un paso más de un largo proceso que empezó hace 20 años en Río de Janeiro, cuando era inusitado imaginar tantos jefes de Estado reunidos para discutir un cambio global de políticas energéticas y para enfrentar colectivamente los desafíos climáticos.

Por ello, el optimismo diplomático de Obama, del primer ministro británico Gordon Brown y de otros líderes políticos no ha de subestimarse: “se ha dado un primer paso en un proceso muy complejo”, han afirmado. Algunos “tecno-optimistas” han hecho eco de estas afirmaciones, soslayando que estamos ad puertas de una revolución energética: el espectacular crecimiento de las energías limpias (30% por año) nos permitirá alcanzar con creces el objetivo de contener el incremento de la temperatura global a menos de 2º centígrados.

En medio de este debate de posiciones, me sumo al optimismo de Fred Pearce, reconocido geógrafo y periodista inglés que ha seguido la ciencia y la política del clima desde sus albores. Los países están empezando a desmantelar un sistema productivo basado en la energía fósil que ha sostenido la economía mundial desde la revolución industrial. Hace poco, esto era impensable, y era impensable imaginar que los gobiernos discutieran una reducción de emisiones del 50-80% para la mitad del nuevo siglo.

Así, con desazón por un acuerdo débil e incompleto y con expectativa por el nuevo régimen climático que se forjará en los próximos dos años, podemos auspiciar un cambio de paradigmas en nuestros sistemas productivos y energéticos. Que la impaciencia de Copenhague -y los desastres climáticos- no nos ganen.

 







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