La industria de la moda necesita reformas profundas; esto es algo en lo que todos los analistas del sector coinciden y de lo que la población es cada vez más consciente. Atendiendo a datos del Parlamento Europeo, la producción de ropa y sus actividades asociadas son responsables del 10% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), superando en volumen a la contaminación atmosférica conjunta de los vuelos internacionales y el tráfico marítimo mundial.
Además, esta industria se encuentra también detrás del 35% de los microplásticos hallados en los océanos y es uno de los mayores consumidores de agua a nivel global (se requieren alrededor de 2.700 litros para producir una camiseta). Dependiendo de las fuentes consultadas, la posición de la moda entre las actividades más contaminantes del mundo puede variar, pero no es difícil localizarla cerca del podio en cualquier clasificación.
Por lo tanto, no resulta extraño que cada vez surjan más voces críticas, tanto fuera como dentro del sector, y vayan apareciendo alternativas que promuevan una relación diferente entre las empresas textiles, los consumidores finales de sus productos y el medio ambiente. Las nuevas marcas sostenibles ofertan un modelo de consumo más ético en un mercado aún dominado por grandes compañías multinacionales que representan lo que se ha definido como fast fashion.
El término fast fashion o ‘moda rápida’ fue acuñado por el The New York Times cuando la cadena española Zara comenzó a operar en Estados Unidos a principios de los 90, y ha evolucionado desde entonces para describir la forma en que funciona desde hace décadas una gran parte de la industria de la moda. Se trata de la apuesta por fomentar un modelo de consumo basado en la inmediatez, en las temporadas cortas y los precios bajos, ofreciendo productos asequibles que serán desechados enseguida para que el cliente pueda adquirir nuevas prendas.
Si bien esto permite poner las últimas tendencias vistas en las pasarelas al alcance de la mayor parte de la población, las consecuencias negativas de este lucrativo modelo de negocio son sobradamente conocidas: pérdida de calidad en los acabados, sobreexplotación de recursos naturales y polución de los ecosistemas fluviales y marinos, incremento de los desechos textiles y, a menudo, condiciones de trabajo deplorables para quienes confeccionan la ropa.
La forma de atajar estos problemas pasa necesariamente por la concienciación de la población y el aumento de la transparencia en las cadenas de suministro de las firmas textiles. Es decir, permitir que los ciudadanos conozcan el origen de las prendas que están a punto de comprar y entiendan las implicaciones que tienen sus acciones, pudiendo de este modo decidir mejor cómo y en qué emplean su dinero.
Por supuesto, ser transparente es más sencillo cuando el número de pasos intermedios es menor. Muchas marcas sostenibles apuestan por modelos de distribución directa al consumidor y por la promoción de lo local —desde la obtención de materias primas a las técnicas de manufactura empleadas—, lo cual ayuda asimismo a reducir la emisión de GEI asociada a su actividad.
En cuanto a los costes, el precio más elevado de la ropa sostenible se justifica por la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores y el uso de materiales recolectados a través de técnicas de explotación respetuosas con el medio ambiente, así como por acabados de mayor calidad, los cuales van presumiblemente ligados a una vida útil más larga. Algunas empresas también emplean materiales reciclados o confeccionan sus prendas recurriendo a procesos de upcycling o reutilización creativa, y en ocasiones ofrecen incluso servicios de recogida de ropa y tejidos usados. La industria de la moda tiene una oportunidad perfecta para abrazar la economía circular y convertirse en aliada de la transición verde.