Por Stakeholders

Lectura de:

José M. Sainz-Maza del Olmo
Editor y Director de Contenidos de la revista Staiy Edit

Una rápida búsqueda en Google es todo lo que hace falta para darnos cuenta de que la sostenibilidad se ha convertido en un factor de primer orden a la hora de atraer la atención de posibles clientes para todo tipo de negocios. Muchas personas se muestran cada vez más interesadas en vivir de una forma más respetuosa con el medio ambiente, al tiempo que se paran a pensar a menudo en el efecto que sus acciones y decisiones pueden tener en el estado del planeta y del conjunto de la sociedad.

La banca, por supuesto, no se ha mantenido ajena a este fenómeno, y no es raro encontrarnos con artículos patrocinados en diarios, revistas y medios digitales de todo tipo, así como con campañas publicitarias y anuncios corporativos centrados en el lanzamiento de nuevos productos verdes. Se trata de movimientos puestos en marcha por actores pertenecientes a lo que suele denominarse “banca tradicional”, lo cual tiene implicaciones profundas. Si bien ya existían desde hace unas cuantas décadas diversos bancos éticos -aquellos que buscan tener un impacto social o medioambiental positivo-, lo que nos encontramos ahora es un giro más amplio dentro del sector hacia productos que encajen con los valores de una parte creciente de la población.

Esto difícilmente puede resultar sorprendente a estas alturas. La lucha contra el cambio climático se ha erigido en tema central en la agenda política de muchos países, a tal punto que la llamada “transición verde” constituye uno de los pilares del plan de recuperación económica de la Unión Europea para hacer frente a la crisis originada por la pandemia de la COVID-19.

En 2019, un grupo 30 bancos líderes de todo el mundo (entre los que se encuentran el BBVA, Banco Santander, Banco Pichincha y Banorte) firmaron los Principios de Banca Responsable dentro de la Iniciativa Financiera del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP FI); al término del año pasado, el número de firmantes ya superaba las 200 entidades. El camino a seguir parece claro, pero el reto ahora es garantizar que estas intenciones se convierten en hechos y que los esfuerzos por parte de los bancos para ser considerados empresas sostenibles no consisten en mero greenwashing.

Algunos estudios recientes parecen apuntar en esa dirección, haciendo que afloren algunas dudas razonables. Por ejemplo, el informe Banking on Climate Chaos 2021, de la organización ambiental Rainforest Action Network, señala que los 60 mayores bancos del mundo han invertido 3,8 trillones de dólares estadounidenses en combustibles fósiles en los 5 años transcurridos desde el Acuerdo de París.

Por otro lado, autoridades reguladoras como el Banco Central Europeo y el Banco de España han llamado la atención sobre el peligro que supone que productos como los cada vez más populares “bonos verdes” (emisiones de deuda destinada a financiar proyectos medioambientalmente sostenibles) no cuenten con una normativa robusta que permita un mejor seguimiento de su impacto y establezca de forma precisa su relación con la reducción de emisiones de CO2. Así, los bancos centrales se muestran partidarios de impulsar una homogeneización del mercado a fin de poder etiquetar los activos con claridad y reducir la exposición de las entidades bancarias a sectores productivos poco sostenibles.

Desde el lado del consumidor, si se quiere fomentar la transformación de la banca y el desarrollo de prácticas más éticas, la mejor estrategia sigue siendo buscar información fiable y analizar detenidamente las actuaciones de las entidades antes de llevar a cabo una inversión. De este modo, podremos actuar con una mayor seguridad y sabiendo que estamos participando en la construcción de un sector financiero más verde.







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