Hans Rothgiesser
Director adjunto de la Revista Stakeholders
Estar en el sector educación es en extremo emocionante en esta década. Adelantos tecnológicos y científicos han revolucionado la forma en cómo se debería enseñar. No solo eso, sino que países enteros se han embarcado en experimentos que han podido demostrar que mucho de lo que creíamos que era bueno en las escuelas en realidad son terribles. Además de mostrarnos que hay muchas formas de preparar a las siguientes generaciones para los retos del futuro, no solo una.
Sin embargo, en este ir y venir de nuevo conocimiento y descubrimiento, hay algo que ha quedado relativamente fijo: la importancia de contar con correctos maestros y personas que lo acompañen a uno durante su formación para orientarlo y para darle un empujón cuando uno lo necesita. Quizás ni siquiera estemos hablando de una acción dentro del aula o de una persona con formación en educación, aunque de la persona que voy a hablar más adelante sí la tenía.
Cualquiera que sea padre o que haya trabajado en educación sabe que encontrar el equilibrio entre mantener disciplina y tratar con cariño a las siguientes generaciones es un misterio que cada uno debe resolver por su cuenta. Desde la Biblia hasta revistas de sicología modernas, los consejos acerca de cómo alcanzar ese equilibrio abundan. Y aun así, son muy pocos los que lo han logrado en la práctica.
Sobre todo si se trata de educación fuera de las aulas, cuando un adolescente es menos propenso a hacer caso a un adulto. O quizás en momentos en los que se tiene que tomar decisiones que cambiarán el rumbo de una vida. Peor aún es cuando uno ya es adulto y cree que no necesita orientación de nadie, porque ya lo sabe todo.
Cuando terminé mi postgrado tuve un periodo de ajuste en el que tenía que alinear mis expectativas con la realidad. Mientras resolvía esto y buscaba un trabajo que yo considerara a la altura de lo que había sacrificado para haber podido hacer la maestría, me hospedé en la casa de la familia de unos amigos, con cuya madre yo no tenía una relación directa. Hoy en día, años después, reconozco que todos en esa familia me estaban teniendo excesiva paciencia. Menos la madre en cuestión, quien no me tuvo excesiva paciencia, sino la cantidad adecuada de paciencia.
En su momento no lo sentí como una reprimenda o llamada de atención, sino como un empujón en la dirección correcta. Hoy en día, más de una década después, entiendo que hacía falta que alguien me hiciera ver que las expectativas que tenía para mi primer trabajo luego de terminar mi postgrado -una maestría en un área nueva para mí- no podía ser perfecto, sino que tenía que comenzar en algún lado a escalar en la dirección del trabajo ideal que luego podría tener.
Hace unas semanas recibí la terrible noticia de que Flor Arcaya había fallecido. Sin ella en mi camino no sé en dónde habría acabado y si hubiera terminado tomando las decisiones correctas. Pero no solo eso. Flor Arcaya tocó muchas otras vidas con sus consejos y su vida ejemplar. Vivir en la misma casa que ella por un tiempo me enseñó mucho que luego me serviría cuando regresaría a vivir solo en Lima.
Deja una hermosa familia que lamenta su pérdida y que seguramente será fiel a la tradición que ella deja. Por mi parte, me quedan los recuerdos precisos de una maestra que supo cambiar la vida de las personas fuera de cualquier aula.