La responsabilidad social empresarial dejó de ser un adorno y se convirtió en un termómetro de credibilidad. Sin embargo, no basta con anunciar compromisos. La reacción pública solo es rápida y dura cuando hay información suficiente. En muchos casos, la ciudadanía ni siquiera se entera de los incumplimientos o sanciones. Entre 2020 y julio de 2023, el Indecopi identificó 807 posibles casos de publicidad ambiental engañosa en el país, con 252 investigaciones activas. El dato es revelador, pues no solo muestra malas prácticas, sino también la falta de difusión sobre estos hechos. Cuando la información no llega, la indignación tampoco se activa.
El sector minero ofrece un espejo más visible de esas tensiones. El conflicto por el proyecto Conga en Cajamarca se alimentó durante años de desconfianzas, de promesas técnicas que no empataban con las demandas de las comunidades sobre agua y territorio, y de una comunicación institucional que nunca logró construir legitimidad ni puentes de diálogo duraderos. El episodio terminó siendo una derrota para la licencia social de operación de diversos actores y dejó enseñanzas sobre la necesidad de acompañar cualquier anuncio técnico con participación real y datos verificables.
Las Bambas es otro ejemplo de la dinámica que desata la falta de comunicación coherente. Bloqueos prolongados y tensiones en Apurímac obligaron a suspender la producción en distintos momentos, con efectos directos sobre la operación y la percepción pública. La gestión de la crisis mostró que las respuestas reactivas y los comunicados sin evidencia concreta no bastan para contener conflictos cuando la relación con las comunidades está erosionada.
El caso de La Oroya permanece como una advertencia histórica. Décadas de problemas por emisiones tóxicas y la búsqueda de reparación por parte de la población dejaron en claro que la RSE no funciona si no hay responsabilidad técnica y compromiso real con la salud y el ambiente. En 2024, distintas resoluciones y revisiones internacionales volvieron a poner en primer plano la deuda de información y las acciones concretas en favor de las víctimas. Comunicar datos, pero no actuar, termina por consolidar una narrativa de impunidad.
Sin embargo, hay que reconocer que las mineras no comunican en un terreno neutral, pues existen intereses políticos, ONG y autoridades locales que influyen en la percepción pública y, muchas veces, distorsionan la narrativa.
«El Estado, las ONG y los propios medios también forman parte de un ecosistema comunicativo donde las narrativas se distorsionan».
Por ello, la comunicación responsable en minería debe ser local, constante y pedagógica. No basta con campañas corporativas, sino también es necesario fortalecer radios comunitarias, espacios vecinales y canales donde las comunidades comprendan qué se hace, qué se aporta y cómo se ejecutan los compromisos. En zonas alejadas, gran parte de las obras financiadas con recursos del canon se atribuyen al gobierno local, sin que se reconozca el origen del aporte minero. Esa desconexión impide que la población asocie la inversión privada con mejoras reales en su entorno.
De todo esto quedan lecciones claras. Primero, la transparencia debe traducirse en información accesible, no solo en informes técnicos. Segundo, la participación no puede ser performativa; debe implicar decisiones compartidas. Tercero, la comunicación debe ser anticipatoria y honesta, incluso para admitir errores. Finalmente, es imprescindible visibilizar los resultados de manera efectiva: si los impactos positivos no se comunican, no existen.
La RSE falla cuando se transforma en retórica. Pero también es cierto que una RSE bien comunicada y bien ejecutada funciona como un arma estratégica para proteger legitimidad, atraer inversión responsable y fortalecer relaciones con comunidades y consumidores. No obstante, esta desconexión no recae únicamente en las empresas. El Estado, las ONG y los propios medios también forman parte de un ecosistema comunicativo donde las narrativas se distorsionan, se simplifican o se cargan de intereses, afectando la percepción pública.
Aprender de los errores peruanos es urgente. No por nostalgia de buenas prácticas, sino por necesidad de supervivencia reputacional, sobre todo en un país donde la ciudadanía exige cada vez más coherencia y menos promesas vacías.









