Estos últimos años, nuestras grandes empresas parecen haber encontrado en los estándares internacionales de sostenibilidad una suerte de brújula moral. Reportes alineados con los marcos más recientes, indicadores climáticos, tableros de riesgos, taxonomías. Todo parece en orden, todo suena impecable. Pero detrás de esa precisión técnica se esconde una pregunta más incómoda: ¿estamos midiendo lo que realmente importa en nuestra realidad?
El entusiasmo por las nuevas metodologías globales ha convertido la sostenibilidad en un ejercicio de adhesión más que de convicción. Las empresas se apresuran a cumplir con lo que dictan las agendas regulatorias y financieras internacionales, traduciendo su desempeño a códigos pensados para países con un PBI per cápita de más de 45 000 dólares, mientras el nuestro apenas bordea los 7000. Así, las agendas de sostenibilidad operan como en la ciencia ficción. Y en ese tránsito, algo esencial se desvanece: el contexto. Porque lo que se mide con tanto rigor no siempre coincide con lo que el país realmente necesita transformar.
El Perú es un escenario con sofisticación climática, pero sobre todo es un territorio marcado por desigualdades persistentes. La sostenibilidad aquí no puede juzgarse por el volumen de emisiones reportadas, sino por la capacidad de cerrar brechas sociales, económicas y territoriales. Y, sin embargo, los indicadores globales rara vez miden eso. No capturan si una escuela tiene maestros, si un hospital tiene médicos o si un joven de provincia puede acceder a un empleo digno. Miden, más bien, aquello que es comparable en los mercados, pero no necesariamente lo que es relevante para nosotros.
La paradoja es que mientras las matrices de las empresas locales discuten la alineación con los estándares más recientes, las brechas en sus zonas de influencia permanecen intactas. Se produce una forma elegante de desconexión: reportes cada vez más sofisticados, territorios cada vez más desiguales. El estándar, al volverse un fin en sí mismo, termina eclipsando la realidad que debería demostrar.
«La sostenibilidad no debería ser una carrera por alcanzar estándares ajenos, sino un ejercicio de realidad».
El problema no es técnico, es de enfoque. Hemos importado un modelo de sostenibilidad pensado para entornos institucionales fuertes y sociedades con problemas distintos a los nuestros. Y al hacerlo, desplazamos lo social a un segundo plano, como si la pobreza o la exclusión fuesen asuntos laterales, no estructurales. La sostenibilidad termina entonces convertida en un lenguaje global sin territorio, una conversación entre expertos que no traduce sus resultados en bienestar.
Replantear esa lógica exige volver a lo básico: ¿qué significa ser sostenible en un país desigual? Significa construir un marco de indicadores sociales capaz de revelar avances concretos en educación, salud, empleo o infraestructura. Significa, en suma, traducir los grandes Objetivos de Desarrollo Sostenible en resultados tangibles y verificables a escala local. Ya lo hemos desarrollado en artículos anteriores con la propuesta de un SDG territorial.
La sostenibilidad no debería ser una carrera por alcanzar estándares ajenos, sino un ejercicio de realidad: entender para qué y para quién se mide. Los marcos internacionales son valiosos como guía, pero pierden sentido cuando sustituyen el diagnóstico de un país que aún no ha saldado sus deudas con la equidad social. Tal vez ese sea el reto central de nuestra época: reconciliar el lenguaje global de la sostenibilidad con la gramática real del desarrollo. Porque ningún estándar, por más avanzado que sea, podrá sustituir la capacidad de mirar el territorio y asumirlo como parte de la estrategia empresarial. Insistimos: poner la realidad por encima del estándar.









