Por Eduardo Asmat - Director de Asuntos Corporativos y Sostenibilidad de Minera Bateas

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Perú, un país cuya riqueza mineral debería ser el cimiento para su crecimiento, lamentablemente enfrenta una profunda herida abierta: la minería ilegal. Esta actividad se ha consolidado como un ecosistema criminal que representa el mayor obstáculo para el desarrollo sostenible del país. Su avance no solo deja un rastro de devastación ambiental, sino que ataca frontalmente los pilares económicos, sociales y de gobernanza, evidenciando el fracaso de políticas como las constantes y estériles prórrogas del Registro Integral de Formalización Minera (REINFO).

Económicamente, las exportaciones de oro de presunto origen ilegal alcanzaron la cifra récord de US $7415 millones durante el año 2024, según un estudio del Instituto Peruano de Economía (IPE). Por su parte, estimaciones internacionales, como las del Bank of America, indican que las exportaciones de oro ilegal podrían alcanzar o superar en 2025, los US $12 000 millones. Miles de millones de soles en impuestos y regalías se dejarán de recaudar, fondos que podrían destinarse a salud, educación e infraestructura. Esta actividad, al operar sin costos ambientales, laborales o de seguridad, genera una competencia desleal, desincentivando la inversión minera formal y responsable. Peor aún, como ha sido advertido por diversas instituciones, sus ganancias alimentan redes de lavado de activos y crimen organizado, corrompiendo el tejido económico y la institucionalidad del país.

«Las imágenes de «La Pampa» en Madre de Dios, citadas en la sentencia del TC, son el crudo testimonio de la aniquilación de la Amazonía».

Socialmente, donde avanza la minería ilegal, retrocede el Estado de derecho. La invasión de concesiones y territorios comunales desata una espiral de violencia y conflictividad. El propio Tribunal Constitucional en su reciente sentencia 00017-2023-PI/TC ha documentado las graves secuelas que esta actividad fomenta, como la trata de personas y la creación de «zonas liberadas» controladas por el crimen. A esto se suma una crisis de salud pública silenciosa: el envenenamiento por toneladas de mercurio que contamina ríos y peces, causando daños neurológicos irreversibles en las poblaciones, especialmente en niños y comunidades indígenas.

El legado más visible es la devastación ambiental. Las imágenes de «La Pampa» en Madre de Dios, citadas en la sentencia del TC, son el crudo testimonio de la aniquilación de la Amazonía. Sin embargo, la destrucción también ocurre en ecosistemas menos visibles pero igual de cruciales. Como evidencia la sentencia del caso Colpayoc en Cajamarca, esta actividad arrasa con cabeceras de cuenca y páramos, ecosistemas frágiles que actúan como «esponjas naturales» y garantizan el agua para ciudades y la agricultura. La pérdida de estos «activos naturales» es, sencillamente, irreparable.

En definitiva, la minería ilegal empobrece al país, fractura a la sociedad y aniquila ecosistemas vitales. Una verdadera agenda de sostenibilidad para el Perú exige más que declaraciones; requiere una estrategia estatal integral y firme para erradicar esta actividad, superando enfoques fallidos y protegiendo de una vez por todas el capital natural y social de la nación como una auténtica prioridad.







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