
Nuestra gastronomía ha logrado reconocimiento internacional asociándose a la narrativa de “la comida peruana” como un todo. Gastón Acurio fue el gran precursor de esa visión al insistir en visibilizar a quienes estaban detrás del plato final: los pescadores con las especies únicas de nuestro mar, los agricultores que preservan sus cultivos tradicionales, las comunidades que transmiten saberes ancestrales y, claro, los cocineros que ponen la creatividad al servicio de esos insumos. El prestigio de nuestra comida no fue solo de unos chefs, sino de una cadena diversa y compleja que se integró bajo un mismo nombre: Perú.
Otro caso. El presidente Donald Trump ha reactivado su guerra comercial con el mundo a través de un incremento sustancial de aranceles. La intención declarada es que los países compren más productos estadounidenses y así recuperar el equilibrio frente al resto de economías. Sin embargo, la medida terminó golpeando a sus propias empresas: muchos de los bienes “Made in USA” dependen de insumos, piezas y tecnologías desarrolladas con mayor eficiencia en el exterior. Al encarecer esos componentes importados, los productos estadounidenses pierden competitividad y se castigan en los mercados internacionales. Es la paradoja de intentar proteger la marca sin reconocer que la auténtica fortaleza reside en la cadena que la sostiene, una interdependencia global que no puede ignorarse sin consecuencias.
Un tercer ejemplo lo ofrece el café, esa bebida universal que se consume desde el siglo XV pero que hoy vive un boom global. El producto final es el mismo: granos tostados convertidos en una infusión. Lo que cambia, y multiplica su valor, es la historia que lo acompaña. Si es orgánico, si se cultivó bajo sombra, si la comunidad productora recibió un precio justo, si existe trazabilidad hasta la parcela de origen. El diferencial ya no está en la bebida, sino en la cadena que la respalda. El consumidor no paga solo por un café, paga por todo un relato de sostenibilidad, identidad y confianza.
«El prestigio de nuestra comida no fue solo de unos chefs, sino de una cadena diversa y compleja que se integró bajo un mismo nombre: Perú».
Estos tres casos muestran que los productos y servicios no son obra exclusiva de la empresa que les coloca la marca, la patente o la estrategia de marketing. Detrás de cada bien de consumo existe una red de proveedores, aliados, innovadores y comunidades que hacen posible su existencia. A menudo, incluso la mayor parte de la investigación y desarrollo proviene de esos socios externos. La empresa principal actúa como articuladora, como la orquestadora de una sinfonía donde participan decenas o cientos de actores.
Por eso, cuando hablamos de sostenibilidad, ya no podemos limitar la mirada a la empresa individual. Lo que importa es la cadena en su conjunto. Porque es allí donde se genera el mayor valor económico, social y ambiental. El reto está en reconocer y dar visibilidad a esos eslabones, en fortalecer sus capacidades y en asegurar que la trazabilidad no sea solo un requisito comercial, sino un compromiso con la transparencia y la equidad. La marca que brilla en el mercado es apenas la punta del iceberg de un sistema mucho más complejo que merece ser cuidado.
Al final, la sostenibilidad en la cadena de valor no es un discurso de moda: es la condición para que los productos lleguen al mercado con legitimidad. Reconocerlo es pasar del “deber ser” al “poder hacer”: entender que el verdadero poder está en poner en valor a toda la cadena, desde la chacra hasta el consumidor final, como bien nos lo recuerda Acurio. Solo así las empresas dejarán de brillar en solitario para convertirse en auténticos líderes de un impacto compartido.