En Brasil, un grupo de vecinos ha decidido dejar de esperar promesas y tomar acción con sus propias manos.

Por Stakeholders

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En las calles ardientes de Río de Janeiro, donde el asfalto reina y la sombra escasea, un grupo de vecinos ha decidido dejar de esperar promesas y tomar acción con sus propias manos. Son los protagonistas de una pequeña gran revolución: ciudadanos comunes que, cansados de la inacción gubernamental, están reverdeciendo su ciudad árbol por árbol.

Todo comenzó en Olaria, un barrio popular en la zona norte de Río, tras una tormenta en 2019 que arrancó más de 100 árboles. Para los residentes, esa pérdida no fue solo paisajística: significó más calor, menos calidad de vida y una clara señal de abandono. “El Estado no hizo nada, así que dejamos de quejarnos y empezamos a plantar”, cuenta Daniel Gustavo de Almeida Gomes, abogado y uno de los fundadores de Olaria Verde, un colectivo que desde entonces ha llenado calles con nuevos árboles, jardines improvisados y mucha voluntad.

Los métodos son simples pero poderosos: buscar alcorques vacíos, recaudar fondos por medio de donaciones y ventas de camisetas, y salir cada semana a cavar, sembrar y cuidar. Con el tiempo, lo que comenzó como un acto casi clandestino, rozando la ilegalidad, se convirtió en una causa que ha conquistado al vecindario. “Los árboles que plantamos al inicio ya están grandes. Ahora la gente se acerca, agradece y hasta nos da ideas para nuevos espacios verdes”, dice Almeida.

Pero no todo ha sido fácil. En Río, cada año se solicitan al ayuntamiento unas mil nuevas plantaciones de árboles… pero se registran hasta cinco mil pedidos de tala. El miedo a las hojas que ensucian, las raíces que levantan veredas o los cables eléctricos enredados entre ramas son argumentos comunes para rechazar la vegetación. “Todos quieren sombra, pero pocos quieren un árbol frente a su casa”, lamenta el joven activista.

Frente a esa resistencia cultural, otros colectivos como Reflorestamento Urbano han optado por una estrategia más pedagógica. “No plantamos sin hablar antes con los vecinos”, explica Maria Luiza Cunha, su coordinadora. “Si no hay consciencia, el árbol no sobrevive. Puede ser envenenado, mutilado, hasta arrancado”. Para ella, la educación ambiental es la clave para cambiar la mentalidad urbana.

Cunha y su equipo ya han sembrado casi 600 árboles en la zona sur de la ciudad, y han adoptado incluso una franja de la playa de Botafogo, donde crecen arbustos nativos y hasta un pequeño manglar. Aunque al principio las autoridades miraban con recelo a estos “reforestadores espontáneos”, ahora son frecuentes las colaboraciones informales: funcionarios que facilitan plantones o incluso se unen a las jornadas de siembra.

Cuando ya llevábamos más de 500 árboles, el ayuntamiento se acercó y nos pidió trabajar juntos. Les daba vergüenza que nosotros hiciéramos más que ellos”, recuerda Almeida. Aunque la alianza no es oficial, demuestra que el cambio también puede venir desde abajo.

Mientras tanto, la ciudad sigue sin un plan de arborización plenamente implementado. Aunque existe un plan director detallado desde hace más de una década, muchos temen que, como tantos otros en Brasil, “no salga del papel”. El Ministerio de Medio Ambiente ha lanzado recientemente una consulta pública para diseñar una política nacional de arborización urbana, pero en el terreno, los colectivos ciudadanos ya llevan años haciéndolo realidad.

En medio de la precariedad institucional, estos voluntarios se han convertido en verdaderos jardineros de la esperanza. Con cada azada, con cada brote que crece, están no solo plantando árboles, sino también sembrando un futuro más verde, más justo y más digno para sus comunidades.

Y aunque sus herramientas son modestas y su lucha es silenciosa, su mensaje resuena con fuerza: no hace falta ser político para cambiar el mundo. Basta con ensuciarse las manos.

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