Por Stakeholders

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Por: Rafael Valencia-Dongo
Presidente ejecutivo del Grupo Estrategia


La batalla por lograr la aceptación social o la mal llamada «licencia social», la están empezando a perder aceleradamente los sectores formales de la economía. Ahora no solo son los rubros de minería, petróleo, gas, pesca, saneamiento, Asociaciones Público Privadas (APP) viales, sino también sectores que antes no tenían esas dificultades, como son los industriales y el gran comercio.

Los conflictos ligados a la inversión han sido exacerbados por el populismo y por entidades que adolecen de dos condiciones básicas para ser Gobierno: convencer y obligar.

La decadencia del sistema de la democracia representativa en el Perú y en el mundo, ha generado que los gobernantes de los distintos niveles de gobierno (nacional, regional o local) cada vez gocen de menor confianza del ciudadano y, por lo tanto, de capacidad para conducirlo, convirtiéndose así en, breve plazo, en gobernantes populistas.

Por otro lado, es claro que los platillos de la balanza entre los argumentos de los inversionistas y de los sectores antinversión (llámese ecologistas «fanáticos», ideologizados, populistas y líderes radicales que no están dispuestos a ver la inversión social y ambientalmente amigable como fuente de desarrollo), estén más  inclinados hacia éstos últimos, por lo que están ganando la partida.

En este escenario, los gobiernos a fin de —supuestamente— mantener la calma adoptan posturas de «yo tengo que pasar mis ocho meses de ministro o mis cuatro años de autoridad con el mínimo de problemas para sostenerme y que el siguiente gobernante vea qué hace». Es decir, son adversos al riesgo, por lo cual anteponen sus intereses políticos de corto plazo en desmedro del bienestar social.

Ante este panorama es claro que los inversionistas tienen que lograr su propia sostenibilidad equilibrando los platillos de la balanza, mucho más si el sector en que se encuentra implica un relacionamiento permanente con personas (temas sociales) que, por naturaleza, son cambiantes y complejas. Ello se debe, como diría el premio Nobel de Economía 2017, Richard Thaler, a que las personas muchas veces toman decisiones que no van de la mano con un argumento racional, sino más bien basados en un esquema irracional.

Por ello, es clave llevar adelante pactos que contrapesen a los opositores, que se sustenten en un componente emocional y que busquen una conexión con los sentires de la población. Con ello, se podría cambiar la percepción, esto es, alterar los roles asignados inicialmente al opositor y a la empresa. Al cambiar la percepción, se cambia la realidad percibida.

Si se da efectivamente este tipo de contrapeso, entonces los opositores a la inversión lo pensarán dos veces por cuanto cualquier golpe que pretendan dar a la inversión, es muy probable que termine dañándolo más a ellos que a la propia inversión.

Generando equilibrio en juegos no cooperativos

¿Cómo lograr esto en escenarios donde lo planeado está sujeto —en principio— a que más importante que las medidas que uno tome, son las movidas que adopte el tercero, a lo que se añade además una dosis de azar?

En principio hay que ponerle contrapesos a la balanza para equilibrarla de modo que ambos, inversionistas y opositores no les interese acabar con el otro, por cuanto han llegado a un equilibrio. La teoría de juegos del premio Nobel de Economía 1994, John Nash enunciaba que «el equilibrio es una situación en la que ningún jugador tiene interés en modificar de forma individual su estrategia, teniendo en cuenta la del otro». Obviamente, esta situación es ideal una vez que se ha equilibrado la balanza, sino sería el sometimiento de la inversión a los opositores de la misma. Además, usualmente los enfrentamientos entre los inversionistas y los opositores son de naturaleza competitiva y excluyente.

Por otro lado, los inversionistas no pueden contar plenamente con el imperio de la ley o el Estado de Derecho, ni siquiera con normas y reglas de convivencia social que impongan un cierto nivel de cooperación entre las partes. Es así entonces que el inversionista se enfrenta con una realidad: los permisos y las autorizaciones dadas por el Estado  no le sirven totalmente para lograr la aceptación social y este no está en condiciones de hacer valer lo que firmó.

¿La situación parece negra como un barril sin fondo? No es para tanto. El opositor a la inversión es predecible y, con aproximaciones sucesivas y cambios de estrategia cortos, se puede anticipar cuál será su actuar y, con ello, se puede tomar acciones para equilibrar —vía contrapesos— la balanza y llegar a un punto del que nadie querrá salir, so riesgo de perder.

La repetición permanente del accionar de los opositores es parte inequívoca de su actuar predecible: uso de argumentos emocionales antes que racionales, uso del miedo, uso de la intimidación, uso ilegal de los recursos del Estado, uso de propaganda insistente y persistente, extorción a las ilegales actividades de minería informal, tala ilegal, tráfico de drogas, contrabando, uso de redes sociales como de maestros y médicos, son parte de su actuar cotidiano y si bien no es posible asegurar que estas estrategias se vayan a replicar en su próximo emprendimiento contra la inversión, es altamente posible que así sea.

Entonces, conocido cómo actuarán, debemos preguntarnos cómo generar los contrapesos que permitan equilibrar la balanza y lograr el equilibrio estratégico deseado que permitiría la inversión. En ese sentido, el inversionista debería tener en mente dos tipos de equilibrio:

El primero es un equilibrio indiferente donde tanto el opositor como el inversionista sean indiferentes al resultado final de la decisión de cada uno de ellos, ya que ambos buscan satisfacer sus intereses sin necesidad del otro.

El segundo es un equilibrio estable, donde ambos están comprometidos por el desarrollo local y la inversión. Ello se podría ejemplificar como una pelota que se encuentra, en su totalidad, en un hueco. El objetivo debería ser descartar el equilibrio inestable (pérdida total) y aspirar idealmente a un equilibrio estable, o como mínimo a uno de indiferencia donde nadie se haga daño.

Para ello la respuesta es sencilla: se deben usar más argumentos emocionales, porque los racionales son para las autoridades y expertos o científicos. Hay que hacer pactos conociendo las capacidades de los actores: el Estado es un buen socio para desarrollar proyectos, pero muy malo para convertirlos en aceptación social.

Sería mejor desarrollar proyectos de naturaleza blanda (que impactan directamente en la mente de los ciudadanos) que proyectos de infraestructura o duros (que impactan en el paisaje). Así, el esfuerzo no se concentra en tener a las cincuenta autoridades de su lado, sino en generar una plataforma de 5000 ciudadanos que servirán como capital social y que luego impulsarán a la autoridad para actuar en uno u otro sentido.

No escatime en la comunicación, pero no en aquella que provenga del inversionista mismo, sino de aquella que provenga desde terceros: el autobombo no funciona. El inversionista no debe olvidar que su fin no es el de construir piscigranjas, programas de salud,  canales de regadío o carreteras, sino el de convertir esos proyectos en una palanca para lograr la aceptación social. Esos proyectos no son un fin sino un medio, por lo tanto, más importante que el fin es el proceso.

Otro aspecto que está totalmente al alcance del inversionista es convertir a los trabajadores y sus familias en embajadores de la inversión como fuente de desarrollo. No debiera ser tan complicado cuando hay algunos elementos que ayudan, como la subordinación, el pago de remuneraciones y la exposición directa a los valores de la inversión.

Finalmente, hay que tomar en cuenta que una vez colocado el contrapeso y logrado el equilibrio, este se convertirá en un juego permanente hasta que alguna de las partes lo detenga por alguna razón (se agotó la mina o se acabó la concesión). Lograr pactos de contrapeso es completamente posible si se tiene el norte claro, pero eso sí toma tiempo. ¿Cuánto? Lo dejamos para el próximo artículo.







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