
El título del artículo no es una afirmación pretenciosa sobre cualquiera de nosotros dos.
|
El título del artículo no es una afirmación pretenciosa sobre cualquiera de nosotros dos. Bastantes lectores habrán reconocido un popular eslogan publicitario. Pero, más allá de su contexto comercial, es el retrato y el resumen de toda una época. Hemos estado unos cuantos años viviendo en la apoteosis obscena del yo no soy tonto.
|
|
Desde quien compraba un piso sobre plano con la alegría de constatar que, antes de que estuviera acabado, ya valía más; pasando por quien sugería hacer la hipoteca por una cantidad superior a lo que sería razonable y acabando por el Master del Universo (Tom Wolfe dixit) que se creía más listo que nadie haciendo lo que antes se denominaba engañar y estafar, y ahora se denominan productos financieros sofisticados.
Claro está que las consecuencias y los perjuicios de lo que han hecho los últimos no son comparables con los de los anteriores. Pero ahora no nos interesa este hecho, sino el grito de guerra cultural y vital subyacente que los animaba en todos: ¡yo no soy tonto! (o, cuando menos, soy más listo y espabilado que los demás, y voy siempre un paso por delante). Y no era sólo una dinámica individual, sino algo perfectamente incrustado en la sociedad y en las organizaciones. Guardamos como una pequeña joya que condensa lo que se vivió de manera generalizada la noticia de que una entidad financiera había despedido a unos directivos por haber asumido unos niveles de riesgo que habían puesto en peligro el futuro de la entidad… y en la misma nota de prensa la propia entidad reconocía que los mencionados directivos no habían obtenido un provecho personal, sino que lo hacían para poder alcanzar los objetivos fijados por la misma entidad. O sea, añadimos, que -por defecto o por exceso- les habrían despedido, igualmente ¿no? Dejamos los adjetivos calificativos que corresponden a criterio del lector … Ya que las drogas (y el terrorismo) son la personificación de todos los males que tenemos que combatir hoy, deberíamos empezar a considerar una prioridad la batalla contra una nueva adicción: la adicción al corto plazo, la búsqueda de la gratificación máxima posible ahora y aquí, y si te he visto no me acuerdo. A la adicción al corto plazo algunos malabaristas del lenguaje la denominan "crear valor", y así hemos podido constatar como el cóctel resultante de dar prioridad a la satisfacción inmediata de los deseos, la persecución del propio interés como único deber u obligación "moral", y el dinero fácil y barato se convertía en una verdadera y poderosísima arma de destrucción masiva. Ahora todo el mundo hace grandes aspavientos, pero mucha gente, cuando habla de "salir de la crisis", no dice en el fondo mucho nada más que algo como "a ver cómo nos lo montamos para volver a estar como antes del descalabro". El yo no soy tonto es el discurso moral que se corresponde con el deseo de una vida low cost. Una vida fácil y regalada, instantánea y soluble (como el nescafé), en la que predomina el rechazo a encontrarse con resistencias y dificultades; en la que dilatar o posponer las gratificaciones se considera intolerable, aunque a veces no quede más remedio que tragarlo… pero nunca aceptarlo. Una vida en la que se parte del supuesto de que no debería haber incomodidades, sacrificios, retrasos, incertidumbres o frustraciones… y que tenerlas no es más que el peaje que tienen que pagar los pobres desgraciados que "no han tenido suerte" o que "no les han ido bien las cosas", pero que los listillos y los espabilados se ahorran. ¿Cómo puede haber compromiso, esperanza o visión de futuro en una sociedad donde la gente no sabe (o no ha aprendido a) esperar? Hablamos de la virtud de saber esperar como actitud y actividad, no como pasividad resignada. H. Gardner explica que diversos estudios confirman que hacen falta diez años para dominar una disciplina, un oficio o una profesión. Paco de Lucía comentó una vez: "llevo desde niño practicando todos los días una media de 14 horas y a eso, en mi tierra, le llaman duende". Pero hoy ya no educamos (o contratamos) personas, sino paquetes de competencias encarnadas. Y claro está si uno sólo es considerado como un cuerpo portador de habilidades y capacidades (y como un potencial consumidor), al final la única cosa que quiere es no pasar por tonto. Pero alguien tendría que empezar a recordar que lo que hace la vida más humana no se puede alcanzar al grito de yo no soy tonto. Al fin y al cabo, si la única cosa que nos preocupa es no pasar por tontos, acabaremos todos siendo unos perfectos imbéciles. Fuentes: |