Por Stakeholders

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En Amazon UK, en el 2003, cuando ponías leadership ofrecían 14.139 libros; en 2009, 53.121; y hace dos minutos (justo antes de ponerme a escribir), 165.569. Si hubiera sabido de Amazon, no sé que diría hoy aquel profesor de Filosofía que a menudo me repetía «son todos a escribir contra yo solo a leer». Claro que me lo decía para liberarme de mi desazón de querer leer demasiado y para ayudarme a protegerme de la obsesión de «estar al día». No sé si lo consiguió, pero navegando por Amazon es mejor recordar a menudo este comentario.

¿Estamos digiriendo bien los últimos años la obsesión por el liderazgo? No estoy seguro, la verdad. Entre otras cosas porque es un término proteico, que sirve no sólo para cubrir varias preguntas y respuestas, sino para proyectar todo tipo de preocupaciones e inquietudes en demanda de soluciones. A mi modo de entender, la apoteosis contemporánea del liderazgo como necesidad social y objeto de estudio académico se correponde a la perfección con una época como la nuestra, donde el predominio de todo tipo de incertidumbres encaja bien con el mito arcaico del líder que nos vendrá a traer la solución. Hay aproximaciones al liderazgo que dicen más de quien se aproxima que del liderazgo en sí mismo.

Con Àngel Castiñeira y Raimon Ribera hace tiempo que insistimos en que no hay que confundir liderazgo (como proceso dinámico complejo) con líder (y menos con su versión anacrónica del héroe salvador y solucionador). Por eso, cada vez más, cuando oímos a alguien hablar de liderazgo, debemos preguntarnos: ¿de qué hablamos cuando hablamos de liderazgo? Porque su tratamiento suele ser una intersección de muchas y diversas temáticas y cuestiones.

Esto es lo que ocurre en la -por otra parte sugestiva- propuesta de Joseph Raelin en Creating Leaderful Organizations, uno de los 165.569 libros a los que me refería antes. Una de sus tesis de fondo es que, en la medida que el liderazgo conlleva cuatro componentes (establecer la misión, actualizar los objetivos, mantener el compromiso y responder a los cambios) lo que hoy debemos plantearnos son dos cosas, intrínsecamente relacionadas: que ya no podemos esperar el advenimiento de un líder capaz de dar respuesta a todo esto (entre otras razones porque a veces el liderazgo consiste más bien en tener -buenas- preguntas que no respuestas); y, sobre todo, que lo que hoy necesitamos, en nuestros tiempos de incertidumbre, complejidad y cambio, es que todas estas dimensiones estén interiorizadas en la organización a todos los niveles: ya no es tiempo de leadership, dirá Raelin, sino de leaderful organizations.

Tomémosle la palabra, y tratemos de tirar del hilo, aunque ya dejemos atrás sus planteamientos. Lo que debe preocuparnos, pues, no es simplemente desarrollar determinadas capacidades en determinadas personas (los líderes), sino desarrollarlas en todos los miembros de la organización. Lo que debe preocuparnos no es quien es (o si yo puedo ser) el líder, sino ser conscientes de qué contribución requiere de cada uno de nosotros la organización en la que estamos, y dar el paso correspondiente. En otras palabras, si hemos de olvidar el Moisés que nos debe llevar a la tierra prometida (paradigma latente y mucho más arraigado de lo que parece en muchas discusiones y demandas de liderazgo), la pregunta es con qué deben conectar las personas que respondan a la nueva realidad social y organizativa. Conectar en un doble sentido: ¿qué es lo que tiene que sostener personalmente su compromiso y su contribución, y cuál es el registro o las dimensiones que hace que conecten entre sí los miembros de un equipo o de una organización.

Ya no debemos pensar el liderazgo en términos de intervención heroica. De acuerdo. Ya no debemos pensar el liderazgo en términos secuenciales (sólo puede haber un líder, y en todo caso, se van sucediendo). De acuerdo. Ya no debemos considerar el liderazgo una propiedad individual. De acuerdo. Pero entonces tenemos que repensar las implicaciones personales y organizativas de las maneras de plantear un componente esencial de todo el discurso del liderazgo: la visión (o el propósito). Y, consecuentemente, la pregunta ya no es sólo «cuál es la visión», sino también -y sobre todo- qué es lo que (la) desvela y sobre qué se sostiene.

Ni que decir tiene que esto conlleva un cierto proceso de maduración profesional y humana. Muchas tradiciones místicas han insistido en que se necesita una gran calidad humana y espiritual para no confundir una visión con una alucinación, o con una proyección magnificada del ego del propio visionario. El aprendizaje personal y colectivo del discernimiento, por tanto, debe formar parte de la práctica de los nuevos liderazgos emergentes. El líder, pues, no es el propietario de la visión, incluso si la ha engendrada o ha sido su comadrona. ¿Por qué? Pues ahora es cuando llegamos, a mi manera de entender, al meollo de la cuestión. Por que una visión no se «tiene», como tan a menudo decimos, repetimos y preguntamos. Una visión -y más en un contexto organizativo- no es un enunciado. O nunca es sólo un enunciado. Me atrevo a decir que si es sólo un enunciado no es ni siquiera una visión, aunque se la denomine así en los documentos o en las webs corporativos.

Lo que importa, pues, no es (tener) la visión. Lo que importa es su vinculación a la creación de sentido en las prácticas organizativas. En otras palabras: ¿en cuantas organizaciones lo que ocurre es que cuando se habla de la visión no se habla de lo que se hace, y cuando se habla de lo que se hace no se habla de la visión? La visión se verifica en y se nutre de acciones con sentido en un contexto, y se necesita un proceso de maduración personal y colectiva para construir conversaciones organizativas que integren estos cuatro componentes. Por eso se trata de procesos de co-creación, de indagación compartida (que al final se concretan a menudo en cosas muy bien prosaicas). Porque lo que hace falta es atender simultáneamente a la interrelación cotidiana de estos cuatro componentes: visión, acciones, construcción de sentido y contexto.

Ya no sé si estoy hablando de leadership, de leaderful o de Antón Pirulero, pero me da igual. Porque lo que quiero subrayar es que me parece que hoy, en nuestras organizaciones, no podemos trabajar la visión sin trabajar también la atención y la intención. Y eso pide, en un grado u otro, implicación y compromiso por parte de todos. Trabajar explícitamente capacidades organizativas, sin duda. Pero trabajar también dimensiones personales. Radicalmente personales.

Trabajar la atención quiere decir aprender a mirar la realidad cotidiana con la mirada de la visión, para detectar lo que emerge y lo que se oscurece, pero también para ser libres de su encorsetamiento, porque sabemos que toda visión ilumina, pero que a la vez genera zonas de sombra. Quiere decir trabajar la receptividad y la escucha; significa atender sin juzgar de entrada; significa practicar una cierta duda metódica, sobre todo cuando llegamos a la conclusión, curiosamente, de que todos los hechos confirman nuestros propios planteamientos; significa exponerme a permitir que los demás detecten mis puntos ciegos, y estar yo dispuesto a hacerlo lo mismo con los demás sin agredirlos; significa encontrar momentos de parada y pausa -y formalizarlos- en medio del ruido y la aceleración cotidianos; significa dedicar momentos a hacerlo explícitamente en reuniones y encuentros, en lugar de «ir directamente al grano». En definitiva, significa reconocer que sin una mirada atenta en el día a día la visión se convierte en puro verbalismo que nos permite escaparnos del presente hacia un futuro imaginado que nunca dejará de ser eso, pura imaginación. ¿Qué ello conlleva adentrarse activamente en un trabajo que compromete a las personas y las organizaciones? De acuerdo. ¿Pero no habíamos quedado en que estamos en tiempos difíciles y decisivos?

Trabajar la intención quiere decir que no nos podemos conformar con hacer muchas cosas, y hacerlas bien. Quiere decir que tenemos que poder nombrar con autenticidad el propósito que las guía; quiere decir que debemos tener la lucidez de identificar no sólo lo que nos motiva, sino lo que nos mueve; quiere decir detectar si somos prisioneros de los éxitos del pasado y de la repetición de pautas de comportamiento heredadas; más aún: significa que debemos ser capaces de confrontarnos con lo que entendemos, de hecho, por éxito, y de contrastar la coherencia que hay entre lo que decimos que queremos y las cosas que valoramos y evaluamos. En definitiva, significa reconocer que sin un esfuerzo constante de dar nombre a nuestras intenciones, de elaborarlas, de depurarlas y de transformarlas, la visión no es más que el envoltorio que embellece con purpurina el puro y simple pragmatismo repetitivo, o lo que consolida el poder de quien administra la retórica de la propia visión. ¿Que ello conlleva adentrarse activamente en un trabajo que compromete a las personas y las organizaciones? De acuerdo. ¿Pero no habíamos quedado que estamos en tiempos difíciles y decisivos?

Hoy en las organizaciones ya no podemos hablar con autenticidad de visión si no (nos) trabajamos decididamente la atención y la intención. ¿Lo hacemos? Lo dudo mucho. Por eso las declaraciones de visión, misión y valores cada vez son más bonitas… y se parecen cada vez más unas a otras. En resumidas cuentas, al fin y al cabo de lo que se trata no es de «tener» una visión (en papel o en transparencia, qué más da), sino de ver. Cada día.

Eduardo Galeano tiene un cuento memorable donde narra la historia de un niño a quien su padre llevó a descubrir el mar. » Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre: ¡ayúdame a mirar!» Hoy nos sabemos huérfanos, y ya no reconocemos liderazgos que pretendan guiarnos en nuestro camino hacia el mar. Pero precisamente por eso necesitamos aún más la disposición a detenernos como personas, como profesionales y como organizaciones y, quizá, reconocer que aprender e innovar incluyen la necesidad de decirnos unos a otros: ¡ayúdame mirar!

Y, si no, que nos ayude Proust, con su invitación: «la auténtica exploración no es la que busca nuevos territorios, sino la que aprende a ver con nuevos ojos». ¿Qué es -que debe ser- en términos personales, profesionales y organizativos eso que llamamos «visión» sino este aprendizaje?

Por: Josep M. Lozano







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