
Blog de Josep M. Lozano
Hoy corre el rumor de que «todos los políticos son iguales». Una visión superficial de esta afirmación viene a decir que todos se mueven en componendas o en luchas por el poder puro y simple, que las cuestiones básicas se resuelven al margen de la sociedad (y al margen de la mayoría de políticos) y que el Parlamento sólo viene a ser el teatro en el que se escenifican. Ya un autor tan poco sospechoso como R. Milliband recogía el dicho de que «se parecen más dos diputados, uno de los cuales es comunista, que dos comunistas, uno de los cuales es diputado». En definitiva, la política se ha convertido en una misa en latín (ahora que el latín vuelve a ser noticia), y concelebrada de espaldas al público. A mí me parece que esta impresión tiene fundamento, pero que es inexacta, que todavía hay calidades diversas en todo el espectro de nuestra vida política, especialmente en lo que atañe a honestidad y coherencia moral. Si cuando dicen «todos los políticos» le pidiéramos a la gente la lista de los que tiene en la cabeza al decir esto, ¿cuántos saldrían? ¿40? ¿140? Me da igual. ¿Y los miles que están en política por convicción, ganas de contribuir a la sociedad y en base a determinados ideales? ¿Tenemos derecho a ser tan injustos con ellos ya menospreciarlos de esta manera? ¿Qué precio pagaremos colectivamente por este disparate?
En cambio, la afirmación de que todos son iguales apunta a otra cuestión. Se diría que la dinámica política hace -más allá de muchas voluntades individuales- que los políticos parezcan tener como objetivo el Estado o la administración, mientras los ciudadanos, en cambio, aspiran a mejorar o a hacer más llevadera su vida cotidiana. Ante este hecho, los partidos aparecen cada vez más como simples gestores (mejores o peores), como instrumentos incapaces, por sí mismos, de ser los portadores razonables de alguna esperanza de transformación social.
La emergencia de grupos sociales que expresan demandas y propuestas concretas y definidas, o retóricas generalistas sobrecargadas de intensidad emocional, o las dos cosas a la vez, pone de relieve la magnitud del problema, pero en sí mismo no es la solución. Quizás forma parte de ella, pero no puede ser la solución, entre otras razones porque el antídoto de la mala política es la buena política, no la no-política.
Pero lo que ocurre es que los grandes problemas que afectan a la humanidad parece que quedan alejados de las posibilidades de incidir en ellos (¡o de entenderlos!) que tiene el ciudadano normal en su vida concreta. Cuestiones como el equilibrio ecológico, el control o la difusión de la información, la solidaridad operativa con los excluidos y la redistribución de la riqueza, la aniquilación de las culturas minoritarias bajo una creciente estandarización cultural, las investigaciones genéticas, los flujos financieros y tantas otros escapan literalmente no ya al control absoluto de los individuos y de los grupos sociales, sino incluso al de los estados. Una mirada rápida nos haría decir que, si antes la alternativa era, simplificando, conservadurismo o revolución, ahora sería resistencia o sumisión.
Nos encontramos en plenas «rebajas de fin de temporada» en todos los niveles. Ante esto, el retorno a la vida cotidiana (indignada o integrada) como marco de referencia para comprender y actuar sobre los problemas humanos supone el retorno a lo más elemental e inmediato que tenemos los humanos, donde experimentamos esas necesidades radicales que no podemos satisfacer bajo el vigente desorden establecido: una comunicación que no sea una suma de contactos, un trabajo que no sea sólo un medio de supervivencia (… ¡cuando ya se tiene medio de supervivencia!), un silencio que no sea la emergencia del vacío, un tiempo libre que no sea un ámbito de entretenimientos. Ante este malestar generalizado, el cambio social no puede quedar en manos exclusivas de la política (cuando la política se entiende como la prioridad indiscriminada del Estado y de los aparatos de los partidos) ni la vida cotidiana puede aspirar a quedar satisfecha realmente en un proyecto de pura y simple privatización propia de supervivientes.
La herencia del pensamiento revolucionario (con perdón de la palabra) no es un sentido humanista general, sino la opción para avanzar hacia la emancipación de los seres humanos y de la humanidad. Hoy hablamos mucho de cambios, pero hablamos del cambio como si habláramos del tiempo: hechos inevitables que nos caen encima y ante los que sólo podemos protegernos o aprovecharlos. El cambio social no es la consecuencia de una ineludible necesidad (histórica, social o «natural») sino también una opción moral apasionada, sostenida por un conocimiento crítico del presente. No se trata pues de lograr un tipo de sociedad preconcebida, sino de la voluntad de realizar de una manera concreta y diversificada una serie de valores que son aspiración secular de los hombres, partiendo de las necesidades y del sufrimiento realmente existentes.
Si los compromisos, los proyectos y las acciones están animados por un sentido de utilidad y rentabilidad más o menos enmascaradas y no por una vinculación moral, ocurre al final que todas las posturas políticas se convierten en justificables. Sin una clarificación moral, todo (tanto a nivel personal como colectivo) es justificable, porque nada es discernible. Por eso hay que recuperar la ética (y no simplemente «los valores») como comprensión crítica de los problemas y los proyectos de los hombres, hay que retomar la lucha cultural y la clarificación ideológica como una tarea decisiva del momento presente. Porque necesitamos recuperar la voluntad emancipatoria (y el compromiso que conlleva) desde la cruz del presente antes de que quede alienada en el pánico, la impotencia o la dimisión ante el futuro.