A finales de la década de 1960, los estadounidenses se preocuparon de que su ave nacional estuviera en peligro de extinción, debido a daños como la contaminación, la pérdida de hábitat y el envenenamiento por el pesticida tóxico DDT. Fue una llamada de atención sobre el riesgo que corrían especies enteras producto de la expansión humana moderna.
El resultado fue que el 28 de diciembre de 1973, el entonces presidente Richard Nixon promulgó la Ley de Especies Amenazadas de Estados Unidos (ESA). En ella se estipulaba que, si una planta o animal podía clasificarse como en peligro o amenazado, las autoridades crearían y seguirían un plan con base científica para salvarlo, sin importar el coste.
Cincuenta años después, el 99% de las especies incluidas en la ESA continúan existiendo. Algunas incluso se han recuperado lo suficiente como para ser retiradas de la lista, incluida el águila calva, razón de ser de la ley.
Cuando se firmó la ley, el cambio climático aún era una nube negra en el horizonte, y solo unos pocos comprendían el alcance de la tormenta que se avecinaba. Sin embargo, la ESA también ha sido un baluarte para proteger algunos de los mayores sumideros de carbono del país: bosques, praderas y humedales. Eso se debe a que los legisladores comprendieron perfectamente que proteger las especies significa proteger su entorno biológico.
“Cuando se salva una especie, ya sea el búho moteado, el águila calva o el hurón de patas negras, también se conserva su hábitat. Así se contribuye a invertir la crisis de biodiversidad” al proteger a otras especies del mismo ecosistema. “Respecto al clima, se mejoran las praderas y los bosques que habitan estas especies, que absorben dióxido de carbono, lo que ralentiza los efectos del cambio climático”, explicó Leigh Henry, director de política y conservación de la fauna salvaje del Fondo Mundial para la Naturaleza.
Industrias extractivas como la maderera y la minera han atacado constantemente la ley por atarles las manos y dar prioridad a los animales sobre los humanos. Pero Henry señala que la ley aporta beneficios a las comunidades humanas, como agua y aire más limpios y reservas alimentarias prósperas.
“Cuando los detractores atacan la ESA diciendo que se trata sólo de una especie y que da más importancia a las especies que a las personas de las comunidades, yo no lo veo así en absoluto”, afirma. “Porque hay beneficios colaterales”, añadió.
Esos beneficios colaterales no podrían ser más críticos: el estado de la vida salvaje, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, es calamitoso. El Informe Planeta Vivo 2022 del WWF constató un declive de casi el 70% en 32.000 poblaciones de vertebrados controladas desde 1970, desde aves y reptiles hasta tigres y elefantes.
El Foro Económico Mundial calcula que 44 billones de dólares, el equivalente a cerca de la mitad del producto interior bruto mundial, se generan en industrias que dependen de la naturaleza, encabezadas por la construcción, la agricultura y la alimentación.
El colapso de los ecosistemas podría restar un 2,3%, o unos 2,7 billones de dólares, al PIB mundial en 2030, según el Banco Mundial. Ante la creciente concienciación sobre la crisis de la biodiversidad, el año pasado las Naciones Unidas celebraron una cumbre para instar a las naciones a proteger el 30% de las tierras y los océanos para 2030.
Sin embargo, en Estados Unidos, la protección de las especies ya no es la cuestión bipartidista que solía ser. La administración Trump aprobó una normativa que obligaría a los administradores a considerar los costes a la hora de salvar especies, algo que la ESA prohibía explícitamente.
La administración Biden está deshaciendo esas regulaciones, pero las idas y venidas no han favorecido la protección de los animales, dice Henry. Además, las agencias encargadas de administrar la ley carecen de fondos suficientes, dicen los conservacionistas, y el retraso de las especies que esperan ser tenidas en cuenta es cada vez mayor.