Las prioridades ciudadanas no son un dato más en la conversación pública: son la base sobre la cual se puede construir cualquier mejora sostenible. Allí donde la población expresa con claridad qué considera esencial —servicios básicos confiables, salud primaria accesible, escuelas operativas y mejoras en el entorno cotidiano— aparece una guía concreta para orientar la ejecución hacia aquello que impacta de manera directa la vida diaria de los peruanos.
El paso hacia el 2026 genera justamente esa oportunidad: asumir que las necesidades que la ciudadanía viene señalando desde hace años deben convertirse en el punto de partida para decidir qué intervenciones impulsan mayor bienestar. No se trata solo de registrarlas, sino de traducirlas en criterios que permitan seleccionar proyectos viables, pertinentes y capaces de generar mejoras tangibles en el corto y mediano plazo.
Para que ello sea posible, la articulación entre Estado, ciudadanía y empresa privada es determinante. No es un concepto teórico: es una forma de trabajo que ordena funciones desde el comienzo. La ciudadanía aporta claridad sobre lo urgente; el Estado establece el marco legal y garantiza el interés público; y la empresa privada suma gestión, continuidad y capacidad técnica. Cuando estas funciones se alinean desde el inicio, los procesos avanzan con mayor estabilidad.
He observado esa diferencia en intervenciones concretas en el interior del país. En ciertas zonas de Piura, proyectos focalizados —como mejoras en el manejo de residuos o soluciones básicas de saneamiento— lograron avances rápidos porque partieron de diagnósticos precisos, acuerdos claros y rutas de trabajo definidas. No eran iniciativas de gran escala, pero demostraron que la conducción ordenada puede generar impactos inmediatos y replicables, incluso en contextos complejos.
Para sostener procesos de este tipo, se necesitan equipos técnicos capaces de convertir prioridades ciudadanas en pasos operativos: ordenar información dispersa, estructurar rutas y anticipar obstáculos. En los últimos años he visto cómo equipos especializados —como Espacio en Marcha— cumplen justamente ese rol: ayudan a traducir diagnósticos territoriales en hojas de ruta concretas, acompañan a la empresa privada en su relación con autoridades y facilitan la continuidad mediante mecanismos como Obras por Impuestos o Servicios por Impuestos. Su aporte no sustituye a ningún actor: permite que cada uno cumpla mejor su función.
Mirando hacia el 2026, el país tiene la posibilidad de orientar recursos públicos y privados hacia intervenciones que respondan de manera directa a lo que la ciudadanía considera esencial. Esto exige decisiones tempranas, procesos ordenados y una selección de proyectos basada en información territorial. También demanda acuerdos que no se diluyan con los cambios de gestión y un acompañamiento técnico que mantenga la coordinación en cada etapa.
Las brechas no se reducen acumulando diagnósticos, sino trabajando con consistencia, claridad técnica y continuidad. La ciudadanía ya expresó qué considera urgente. El reto —y a la vez la oportunidad— es responder con coherencia: elegir proyectos pertinentes, coordinar a los actores desde el inicio y acompañar la ejecución hasta el final. Cuando eso ocurre, los resultados comienzan a sentirse en el entorno inmediato y la confianza pública puede reconstruirse sobre hechos verificables.
El Perú enfrenta desafíos grandes, pero no imposibles de resolver. Las soluciones más efectivas suelen empezar por escuchar a la ciudadanía, reconocer los límites reales del Estado y sumar capacidades donde ya existen. Si algo nos deja este 2025 es una certeza renovada: cuando la articulación funciona, la ejecución llega; y cuando la ejecución llega, la ciudadanía recupera algo esencial para cualquier proceso de desarrollo: confianza.









