Por Stakeholders

Lectura de:

HANS ROTHGIESSER
Miembro del Consejo Consultivo Stakeholders

El escritor británico Neil Gaiman hoy en día puede decir que es un escritor exitoso. Después de haberse abierto camino trabajando como periodista, escribiendo historietas y guiones, en el presente puede darse el lujo de decir que ha ganado los premios Hugo, Nebula y Bram Stoker, entre otros muchos reconocimientos. Su novela American Gods ha sido adaptada a la televisión y está en la lista de la revista Wired como una novela de fantasía que todos deberían leer una vez en su vida.

En el 2012 dio un discurso en Filadelfia, en el que le ofreció a la audiencia el mejor consejo que a él le habían dado en su vida y que él mismo había fallado en seguir. Fue un consejo que le dio uno de los autores más influyentes de una generación anterior, Stephen King. Esto fue cuando Gaiman comenzaba a tener éxito con su ahora clásica y largamente premiada historieta Sandman. A King le gustaba Sandman y había leído la novela que Gaiman había escrito con otra leyenda de la literatura de fantasía: Terry Pratchett.

Cuando King vio las largas colas que había para autógrafos de Gaiman, le dijo que esto era genial. Y que debía disfrutarlo.
Y Gaiman no lo hizo. En su lugar, el escritor británico se preocupó por la siguiente entrega, por la siguiente idea, la siguiente historia y no se tomó el tiempo para disfrutar el éxito que estaba amasando. ¿Cuántos de nosotros pasamos por algo parecido?

¿Cuántas veces nos hemos cruzado con profesionales que a pesar de estar rumbo a la cima, no se detienen a disfrutarlo? Sobre todo jefes. Celebran cuando alcanzan una meta, por supuesto. Pero no lo disfrutan realmente, porque la manera como las empresas hoy en día están construidas colocan objetivos tras objetivos, de tal manera que uno tiene poca oportunidad para detenerse y reconocer que está haciendo las cosas bien y que está logrando algo de lo cual, por ejemplo, su familia podría estar orgullosa.

Mucho de esto tiene que ver, por supuesto, con un problema en el área de recursos humanos y poca audacia por parte de este departamento para la comunicación interna. En un intento por mostrar a sus gerentes generales o líderes como profesionales incuestionables e infalibles, fallan en mostrarlos como seres humanos. Seres humanos que tienen sentimientos y que
disfrutan de su trabajo y que naturalmente cometen errores de vez en cuando. Eso ya no pega en los tiempos de las redes sociales inmediatas.

Piensen en grandes líderes empresariales heróicos como Jack Welsch -quien no tiene problema alguno en contar que en 1963 fue responsable de que una fábrica bajo su supervisión explotara, pero que luego llegó a ser CEO de General Electric y logró subir las acciones de la empresa en 4,000% durante su mandato- o Richard Branson -quien tampoco tiene problema en contar la historia de sus fracasos como Virgin Cola o Virgin

Brides, que cerró sin traer abajo su imperio, el cual hoy en día incluye más de 400 empresas-. Los admiramos y los seguimos, porque son humanos excepcionales; pero humanos al fin.
No puedo decir lo mismo de otros ejecutivos que vemos que prefieren comer vidrio molido antes que aceptar que se equivocaron en algo. Esa intención de pretender proyectar una imagen de infalibilidad es perjudicial. Como bien lo desarrolla Kathryn Schulz, autora de Being wrong, nuestra habilidad para cometer errores es fundamental a quiénes somos. Sin embargo, la opción de aprender de nuestros errores es una decisión. Si es algo tan natural a nuestra condición humana, ¿no deberíamos reconocerla y comunicarla a los demás para ser reconocido como personas? Por supuesto que no hay que abusar y evitar proyectarse como un incompetente que solamente comete errores. Pero tampoco vale la pena tratar de presentarse como perfecto, porque todos sabemos que no lo eres.

 







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